10/24/2025 | Press release | Distributed by Public on 10/24/2025 12:27
Hablar desde esta tribuna es, además de un honor, un enorme privilegio. Créanme: lo llevo haciendo 44 años, los últimos 7 junto a mi hija, la Princesa Leonor, que ha ido asumiendo gradualmente esta tarea, dando a cada paso nuevas pruebas de madurez y sensibilidad; con un papel también más activo en la vida pública.
En consecuencia, me corresponde -creo yo- ir cediéndole ya este espacio, como Heredera de la Corona y como Presidenta de honor de la Fundación desde hace 11 años. Naturalmente, esto lo digo con emoción -de padre y de Rey- y, desde luego, con la intención firme de mantenerme vinculado a los Premios, a la Fundación y a Asturias: una tierra querida de la que no puedo concebir (¡y menos la Reina!) estar lejos. Es tanto el afecto que recibimos, son tantos los recuerdos y vivencias, que veo difícil corresponder justamente. Pero ya saben en la propia Fundación (¡y lo sabe Leonor!) que -presente o no- estaré siempre comprometido con sus objetivos, sus valores y su futuro.
Si hablar con los premiados es siempre un privilegio, hablar de ellos es algo necesario, un deber cívico, porque les entregamos un símbolo con el que nos unimos para ensalzarles, para agradecerles su contribución a la humanidad y aprender de ellos. Y porque una sociedad madura debe saber identificar la excelencia y reconocer el mérito. No como un fin en sí mismo, sino por lo que tienen de ejemplo: de luz en el camino que cada uno debemos recorrer.
Hay un camino en el pensamiento lúcido, complejo y de denuncia de Byung-Chul Han; en el análisis sociológico y demográfico de las migraciones de Douglas Massey; en los trabajos de la genetista Mary-Claire King; en la ironía elegante y el pulso narrativo de Eduardo Mendoza; en la garra y el espíritu competitivo de Serena Williams; en la verdad descarnada de los paisajes y retratos de Graciela Iturbide; en la dedicación de Mario Draghi al progreso y al consenso, especialmente europeo, y en la excepcional labor divulgativa e investigadora del Museo Nacional de Antropología de México.
Esos caminos que celebramos en esta ceremonia se nos revelan aún con más nitidez en los encuentros que han tenido durante toda esta semana con el público en Oviedo y en otros lugares; en la curiosidad e interés de los jóvenes que acuden a esos actos, en sus preguntas, sus aplausos y, sobre todo, en sus caras. Esa interacción directa durante la semana de los Premios es sin duda un gran acierto de la Fundación: es enseñanza y es aprendizaje; pero es, ante todo, conversación. Hay mucho de espíritu socrático en esos encuentros.
Vivimos en un mundo que se debate -demasiado a menudo- entre dos extremos que son, por igual, inquietantes. Tenemos por un lado el cultivo de un individualismo radical, que -si no se embrida de algún modo- puede llevar tanto a la indiferencia como a la soledad. Parece paradójico que sociedades tan interconectadas como las actuales estén tan llenas de personas que están solas, se sienten solas, o tienen problemas para comunicarse.
"...una sociedad madura debe saber identificar la excelencia y reconocer el mérito. No como un fin en sí mismo, sino por lo que tienen de ejemplo: de luz en el camino que cada uno debemos recorrer..."
Y existe, por otro lado, una pulsión globalizadora que todo lo homogeneiza, que oscurece las diferencias, las singularidades; que degrada la diversidad. Y lo hace en favor de comportamientos gregarios, sujetos muchas veces a los dictados -sutiles, pero persistentes- de una red, de un algoritmo, de una pantalla.
Sobre ese debate -en muchas ocasiones interesado-, sobrevuelan los valores. Y la educación.
Educar en valores no consiste en negar la realidad que nos toca vivir, ni tampoco en huir de cambios tecnológicos que son parte ya de nuestra vida y que, gestionados con sentido ético, pueden ser un aporte extraordinario para todos. Consiste en encontrar ese camino intermedio entre la comunidad y la persona, entre el respeto por lo colectivo y el valor del individuo.
Educar en valores es potenciar la vida en sociedad sin abandonar el complejo universo moral que se encierra en cada uno de nosotros, y que se perfecciona con la convivencia. Es abrir a la persona a una manera de vivir mejor, con más plenitud, con más conciencia del ser y del estar en el mundo.
La convivencia democrática tiene su gran pilar en la educación. Mientras seamos capaces de inculcar en quienes vienen detrás de nosotros los principios y valores por los que hemos luchado, les estaremos dando las herramientas para construir su futuro.
Esa dimensión didáctica está muy presente en los Premios Princesa de Asturias: en este homenaje a un grupo de personas excepcionales, cuyo camino -largo, fecundo y exitoso- merece ser reconocido. No para seguirlo, ni para imitarlo, sino para aprender cómo se hace: cómo se traza y cómo se recorre un buen camino.
Recibamos su ejemplo como una palabra de ánimo que nos alumbra en nuestra propia andadura, como la experiencia de los mejores que nos inspira, también, para ayudar en lo posible la sociedad en que vivimos.
Hoy les felicitamos y honramos con gratitud su trabajo. Gracias a la Fundación Princesa de Asturias y a sus patronos por hacer todo esto posible, y gracias de corazón a los asturianos por su afecto, su entusiasmo y calidez cada otoño; y por hacer de estos Premios una parte esencial de nuestra memoria colectiva.
Muchas gracias.